LAS REVUELTAS EN EL MUNDO ARABE (y III)
JORGE PALLARES BOSSA
Y una tercera y última lectura del conflicto que afecta a los territorios norteafricanos gobernados por administraciones que han pretendido eternizarse en el poder, que pudiere explicar la descoordinación atribuída a las fuerzas aliadas que atacan la Libia de Gaddafi, es la religiosa, sin duda, la más compleja. Se percibe que los países occidentales no tienen claros los objetivos de los bombardeos, que al amparo de la Resolución 1972 del Consejo de Seguridad de la ONU, iniciaron hace pocos días porque los intereses que están en juego y el alcance de dichas acciones tampoco lo están.
Pero, si se ahonda en el tema religioso, que motiva a una sociedad patriarcal como la árabe, que vive su propio Medioevo, no se tarda en identificar las claves del problema. En efecto, la percepción occidental acerca del credo musulmán es unitaria, lo cual es cierto pero en parte, porque en la práctica sunismo y chiísmo, las dos fracciones de mayor importancia operan de forma autónoma e independiente y a veces hasta enfrentadas, como se ha podido advertir en las manifestaciones populares contra los distintos regímenes, casi todas alentadas por los últimos. La verdad es que en términos simplistas, sunistas y chiítas son dos religiones idénticas en lo esencial: la palabra del Profeta, pero disímiles en el tratamiento y divulgación de la “Sharia”, tan distantes institucionalmente como pudieren estar católicos y protestantes, que coinciden en la doctrina de Cristo pero difieren en el análisis y comprensión de las Escrituras.
Desde que en la batalla de Siffin (661), los seguidores de Alí, heredero en línea directa del Profeta Mohamed (en nuestro ámbito Mahoma), resultaron derrotados por las fuerzas de Muawiya, ocasionando la primera “fitna” (división), entre suníes y chiítas y los denominados “jariyíes”, ambas tendencias han permanecido separadas. A partir de ese momento, los sunitas han adoctrinado un noventa por ciento de los musulmanes, mientras que los chiítas solo el diez, independientemente de que en la actualidad dos de los Estados más importantes: Irán e Irak tienen como mayoría al grupo minoritario. Desde entonces, se creyó que la prolongada permanencía en el poder de los sunitas y el hecho de convivir con pueblos y culturas distintas, entrañaba una postura más abierta de parte de estos frente a la línea monárquica que representaban, dadas sus creencias, los chiítas. La historia islámica ha demostrado que ello no corresponde a la verdad y en muchos casos, ocurrió exactamente todo lo contrario.
El tema de fondo, radica en el concepto de “Califa” que los sunitas aplicaron desde el principio con la dinastía de los Omeyas en Damasco, concebido como un Jefe religioso, político y militar, que encarnó el Profeta Mohamed, a diferencia de Jesucristo, que fue solo un jefe religioso. El asunto no tendría mayor trascendencia si no fuera porque en la época actual, esa postura fundamentalista pudiera vincularse peligrosamente con el islamismo, representado por movimientos políticos que surgieron en el siglo XX que pugnan por la desaparición del Estado como un concepto occidental ajeno a la cultura del Islam, el que, según ellos, hay que extirpar para retornar al “califato” o “imamisno”, como suelen llamarlo los chiítas, reprochando de paso al sunismo su convivencia con la institución estatal.
Por eso, no siquiera la postura conciliadora de los “Hermanos Musulmanes”, creada en Egipto en 1928, satisface y menos tranquiliza a las potencias occidentales que, al parecer, prefieren en las incursiones aéreas contra Libia desarmar a Gaddafi, pero dar a sus connacionales la posibilidad de que le asesten el golpe de gracia. Habrá que ver si esto sucede y con qué celeridad, mientras se vuelve a barajar el naipe de la geopolítica internacional en El-Magreb y los aliados acuerdan el tipo de tratamiento que prefieren otorgar a la sociedad islámica.
Y una tercera y última lectura del conflicto que afecta a los territorios norteafricanos gobernados por administraciones que han pretendido eternizarse en el poder, que pudiere explicar la descoordinación atribuída a las fuerzas aliadas que atacan la Libia de Gaddafi, es la religiosa, sin duda, la más compleja. Se percibe que los países occidentales no tienen claros los objetivos de los bombardeos, que al amparo de la Resolución 1972 del Consejo de Seguridad de la ONU, iniciaron hace pocos días porque los intereses que están en juego y el alcance de dichas acciones tampoco lo están.
Pero, si se ahonda en el tema religioso, que motiva a una sociedad patriarcal como la árabe, que vive su propio Medioevo, no se tarda en identificar las claves del problema. En efecto, la percepción occidental acerca del credo musulmán es unitaria, lo cual es cierto pero en parte, porque en la práctica sunismo y chiísmo, las dos fracciones de mayor importancia operan de forma autónoma e independiente y a veces hasta enfrentadas, como se ha podido advertir en las manifestaciones populares contra los distintos regímenes, casi todas alentadas por los últimos. La verdad es que en términos simplistas, sunistas y chiítas son dos religiones idénticas en lo esencial: la palabra del Profeta, pero disímiles en el tratamiento y divulgación de la “Sharia”, tan distantes institucionalmente como pudieren estar católicos y protestantes, que coinciden en la doctrina de Cristo pero difieren en el análisis y comprensión de las Escrituras.
Desde que en la batalla de Siffin (661), los seguidores de Alí, heredero en línea directa del Profeta Mohamed (en nuestro ámbito Mahoma), resultaron derrotados por las fuerzas de Muawiya, ocasionando la primera “fitna” (división), entre suníes y chiítas y los denominados “jariyíes”, ambas tendencias han permanecido separadas. A partir de ese momento, los sunitas han adoctrinado un noventa por ciento de los musulmanes, mientras que los chiítas solo el diez, independientemente de que en la actualidad dos de los Estados más importantes: Irán e Irak tienen como mayoría al grupo minoritario. Desde entonces, se creyó que la prolongada permanencía en el poder de los sunitas y el hecho de convivir con pueblos y culturas distintas, entrañaba una postura más abierta de parte de estos frente a la línea monárquica que representaban, dadas sus creencias, los chiítas. La historia islámica ha demostrado que ello no corresponde a la verdad y en muchos casos, ocurrió exactamente todo lo contrario.
El tema de fondo, radica en el concepto de “Califa” que los sunitas aplicaron desde el principio con la dinastía de los Omeyas en Damasco, concebido como un Jefe religioso, político y militar, que encarnó el Profeta Mohamed, a diferencia de Jesucristo, que fue solo un jefe religioso. El asunto no tendría mayor trascendencia si no fuera porque en la época actual, esa postura fundamentalista pudiera vincularse peligrosamente con el islamismo, representado por movimientos políticos que surgieron en el siglo XX que pugnan por la desaparición del Estado como un concepto occidental ajeno a la cultura del Islam, el que, según ellos, hay que extirpar para retornar al “califato” o “imamisno”, como suelen llamarlo los chiítas, reprochando de paso al sunismo su convivencia con la institución estatal.
Por eso, no siquiera la postura conciliadora de los “Hermanos Musulmanes”, creada en Egipto en 1928, satisface y menos tranquiliza a las potencias occidentales que, al parecer, prefieren en las incursiones aéreas contra Libia desarmar a Gaddafi, pero dar a sus connacionales la posibilidad de que le asesten el golpe de gracia. Habrá que ver si esto sucede y con qué celeridad, mientras se vuelve a barajar el naipe de la geopolítica internacional en El-Magreb y los aliados acuerdan el tipo de tratamiento que prefieren otorgar a la sociedad islámica.
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